La extensión me seduce desde el otro lado de la ventana,
una vez más, interminable.
Montañas lejanas que susurran sus misterios
entre senderos perdidos que ya nadie recorre.
Vuelvo a sentirme atraído por aquellos sutiles destellos,
o sombras, que entreveo en la distancia.
Imagino que son señales que marcan lugares sagrados,
lugares donde acecha la visión.
¿Qué pasó con el tiempo de esas piedras dormidas?
¿qué secretos estelares se descifran cada noche
en sus distantes cumbres?
Dejo que la carretera cante entre los neumáticos del bus
esa canción de cuna que tanto me gusta,
ese silbido sostenido que seduce mi mente,
aquietándola hasta el letargo.
Vuelo rasante sobre las planicies casi desérticas,
esquivando los pocos matorrales que logran sobrevivir
en estas latitudes.
Siento el viento fresco que acaricia mi rostro,
mis hombros, mis manos.
Respiro muy hondo ese aire que me acerca,
haciéndome cada vez más veloz.
Estoy en la nieve lejana, en la piedra, en el sol.
En el lomo de las pequeñas criaturas
que se arrastran buscando alguna sombra.
Siento el sabor de la tierra en mi garganta,
el olor de la nieve, el viento.
Cierro los ojos, cada vez más profundo…
cierro los ojos, queriendo retener esta sensación
más profundo, queriendo guardar en mi cerebro
la huella de esta percepción.
Si cada vez que estoy aquí,
grabo por más tiempo la huella, quizás…
después sea más fácil volver.
Al menos ya se que está en mi, que esta sensación es mía,
que esta fisura siempre está en el borde mismo del ojo.
Respiro profundo, dejo que me impregne, que me recorra…
Navego por las calles de mi ciudad, muy lento,
dejando que el tiempo se detenga,
que los gestos me regalen su secreto,
en ese borde donde todo se revela.
Una sutil inclinación de los hombros,
la mano descansa su dorso sobre los labios, olfateando.
Vuelan las palomas,
palmotean con sus alas rompiendo el silencio del aire,
una hoja cae lentamente cerca de mi,
y luego su quietud es magnífica.
Una niña juega con el agua de la fuente,
corre persiguiendo las gotitas que se quiere llevar el viento,
estira sus brazos queriendo atrapar hasta la última,
ya que sólo en su piel podrán descansar.
Inspira profundo el frescor y la humedad,
ya casi es verano … cierra los ojos y se hace más intenso.
Voy en busca de ese umbral,
esa fisura en el tiempo de las cosas y los mundos,
ese espacio entre lo pequeño y lo invisible
que ni siquiera los microscopios pudieran intuir.
Como es arriba es abajo, y entre medio el infinito.
Una mano coge la mía
y siento toda la ternura que es posible resistir,
antes de estallar…
De todos modos me deshago, mi piel se deshace,
mi sangre fluye lento y profundo, hacia abajo.
Mis células se deshacen una por una…
fractales de un dios que me respira,
y que ha decidido tocarme con su amor,
sostenerme con su amor.
Está en mis huesos, en mi boca, en mi sexo,
en las nubes que viven dentro de mi cabeza,
en ese sonido que no es posible escuchar con los oídos…
silencio,
silencio, silencio
Tengo un televisor que si lo enciendo ya no me veo.
Tengo un televisor, sólo para recordar que mi propia vida es el mejor programa que puedo elegir,
y que más me vale ponerle creatividad para que no baje el rating de mi mismo.
Un programa cuyo guión yo mismo debo escribir, con cada pequeña decisión, y a cada segundo.
Si va a ser de aventuras o ciencia ficción, romance o tragedia, es una elección que yo hago,
no algo que simplemente me sucede.
Y si acaso en este extraño intento me aburro, en buena hora, porque ya no quiero entre-tenerme.
Prefiero ese tiempo vacío que a veces desgarra, porque es justo ahí cuando todo se agrieta, y se hace posible.
Es ahí cuando “me tengo”, aunque sea en la desazón de no saber qué hacer. En ese fugaz momento de infinito fastidio,
en que me doy cuenta de la insoportable levedad de mis “productivos” afanes.
Aquí y ahora, me atrevo a sostener un “aburrimiento intencional”, y quizás,
si con mucho trabajo y constancia, logro transformarme en testigo ecuánime de aquel vacío
que evade toda definición, podré acercarme aunque sea un poco al insondable misterio de mi existencia.
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